Un día cualquiera de esta semana andaba yo perdiendo el tiem... quiero decir, procrastinando en Instagram cuando me topé con esta maravilla:
Este meme me hizo retroceder quince años en el tiempo. De golpe y porrazo me vi a mí misma en un arcén abarrotado de una estación de Cercanías intentando adivinar a qué altura pararía la puerta para tratar de ser una de las primeras personas en subirme al tren y no llegar tarde al trabajo. En esa época, en la que vivía en Vallecas y trabajaba en un polígono industrial al margen de la A6, pasadas Las Rozas, escribí lo siguiente:
«La idea de las horas que paso encerrada en el tren se ha convertido en una obsesión. Son casi tres horas al día, que multiplicadas por cinco, hacen quince horas a la semana. Eso son sesenta horas al mes; es decir, dos días y medio. O lo que es lo mismo, ¡un mes completo al cabo del año! Hay quien tiene un mes entero de vacaciones en verano, pero yo me paso ese tiempo metida en un tren, yendo y viniendo de una lejana oficina.»
Estaba claro que esa vida no era para mí y en cuanto tuve la oportunidad dejé ese trabajo y me hice autónoma. Yo aún no lo sabía, pero ya estaba un paso más cerca de convertirme en una de las señoras de la primera foto. Y aunque todavía no soy una de ellas de pleno derecho, cada día que paso me acerco un poco más.
Al igual que la vida en la gran ciudad, la vida en un pueblo de mil doscientos habitantes no es para todo el mundo. En mi segunda semana en Pinos, una mañana que no esperaba a nadie tocaron a mi puerta. Era J.C., el policía local, que amablemente quiso confirmar que el vehículo Mercedes Vito azul que había aparcado en la plaza era mío. Y que si por favor podría moverlo. Esto quería decir que ese señor a quien no había visto nunca no solo sí sabía quién era yo, sino también cuál era mi coche y donde vivía. Un par de semanas más tarde, un viernes a eso de las nueve de la mañana estaba yo en pijama, barriendo mi escalera en un acto de mimetización con el entorno rural, cuando al otro lado de mi puerta escuché una conversación entre M.C., la vecina de enfrente y dos voces masculinas. Los señores querían saber si una tal Pilar vivía en esa casa y M.C. les aseguró que sí, y que se encontraba en casa en ese momento. Que sí, que sí que estaba. Pero ¿por qué no llamaban? Yo empecé a ponerme muy tensa y me asomé a hurtadillas por la ventana de la escalera para comprobar que una M.C. siempre vestida de negro de la cabeza a los pies daba instrucciones a dos hombres con chalecos reflectantes que se encontraban de pie frente a mi puerta. ¿Quiénes eran esos señores? ¿Qué querían de mí? ¿Qué había hecho mal ahora? M.C. prosiguió diciendo que no sabía de dónde era yo, pero que venía de Granada. Y que como era nueva, que seguro que no me había enterado. ¿Enterarme de qué? A esas alturas yo ya había soltado la escoba y andaba como pollo sin cabeza por la planta baja, buscando algo que ponerme encima del pijama para abrir la puerta y acabar de una vez por todas con el misterio. Al final resultaron ser los operarios de recogida de enseres del Ayuntamiento, que venían a por un cabecero y una mesita de noche que debía haber dejado en la puerta la noche anterior.
Sí. En un pueblo de mil doscientos habitantes más o menos todo el mundo sabe cuándo estás en casa y cuándo te has ido de fin de semana. Si cuidas bien las plantas o se te secan, si recoges los excrementos de tu perro o no, quiénes son tu madre y tus tíos y cuáles son las reformas que has hecho en casa desde que te mudaste. Seguro que hay hasta quien lleva un cálculo mental del dinero que llevas invertido. A cambio, tú también sabes quién vive detrás de cada puerta, si está bien de salud, si se siente solo o si ha recibido la visita de sus hijos este fin de semana. Conoces por su nombre a los farmacéuticos, a la panadera, a la doctora, la enfermera y el alcalde. Las vecinas del callejón te recogen los paquetes, te regalan bolsas de fruta y verdura de sus huertos y te riegan las plantas cuando ven que te despistas y empiezan a marchitarse. En mi pueblo siempre encuentras a alguien con quien tomarte un café en la plaza y el camarero sabe si te gusta la tostada en pan blanco o integral. Hay un grupo de mujeres maravillosas con las que montar un huerto, pasear por el bosque o compartir momentos frente al fuego. La llegada del buen tiempo la marca el inicio de los corros de las abuelas bajo el plátano y sabes que a los abuelos les gusta más reunirse junto al puente. El dueño de la tienda te abre un domingo por la tarde para venderte media docena de huevos y que puedas terminar el bizcocho de cumpleaños sorpresa para tu chico y los hortelanos te dan consejos para que tus habas crezcan más y mejor.
Un año y medio. Ya llevo un año y medio en este bendito pueblo que nos acogió mucho mejor de lo nunca llegué a imaginar. Ojalá llegue el día en que yo también pase las tardes al fresco con mis amigas, sentada bajo la sombra del plátano. Sin prisa. De cháchara, viendo a los niños jugar y contando batallitas de cuando vivía en Madrid y las horas se me escapaban en el lado equivocado de la ventanilla del tren.
María me ha encantado leerte una vez más porque yo también he sentido algo parecido pero al contrario
Me vine del pueblo a la capital de la costa del sol nada menos
Allá donde estés encontrarás espacio si eres abierta de mente y sobre todo de corazón. Un abrazo preciosa😘
Ohhh, cuánta ternura!! en mi caso fue al revés, mi éxodo del campo a la ciudad, por motivos superiores. Recuerdo que mis amigas de la gran ciudad me decían que parecía a Cocodrilo Dundee cruzando estas avenidas tan enormes, aquí todo es de un ritmo muy frenético y no se escucha el silencio por ningún sitio.
Me ha encantado el relato, y eso, pues nos haces recordar y sentir, que no es poco, y regalarnos este momento. Un abrazo amorcita 🩷