Vivir con C. tiene muchas cosas buenas: es divertido y cariñoso. Caótico de una manera que a menudo hace que los lunes se sientan vacaciones. Y, como ya he dicho alguna vez, con él, la música está siempre presente. En diferido y en directo. Y aunque algunas veces las traducciones no me dejan, me gusta acompañarlo a sus conciertos. Ya lo he visto tocar, aparte de en los bares habituales, en las fiestas de un pueblecito de la Alpujarra almeriense, en las Cruces de Armilla, en un chalet privado en Córdoba, en un hotel de lujo en Benalmádena con una selva tropical en el hall o en una boda en unas casas-cueva en Purullena. Pero sin duda la ocasión más singular fue la vez que tocó en un palacete medieval en Ávila, a finales de octubre del año pasado. El anfitrión celebraba su cumpleaños y le pagó a C. la gasolina y un buen caché que compensaba sus bolos habituales de fin de semana en los garitos de siempre. Y nosotros aprovechamos para convertir el viaje en una escapada romántica, haciendo noche el viernes en Toledo con cena en un restaurante de postín incluida. El sábado llegamos a Ávila temprano, pues también estábamos invitados a comer. El lugar era espectacular: nada más cruzar el portón de madera que daba acceso al recinto del palacete, dos verracos de piedra nos dieron la bienvenida. Al fondo del jardín observé un muro coronado con almenas que resultó no ser otra que la famosa muralla de la ciudad, que delimitaba la propiedad en su lado norte. El amplio jardín donde aparcamos nuestra furgoneta contaba con un bosquecillo de abetos centenarios, un pequeño laberinto de setos y un cenador de piedra, además de una serie de senderos flanqueados por rosales y una enorme fuente de piedra junto a la que habían instalado un castillo hinchable para los invitados de menor edad.
A pesar del frío y del aguanieve que no paraba de caer, en la zona exterior de la casa reinaba una intensa actividad. Yo estaba absolutamente impresionada y procuraba no perder detalle de nada. Mientras buscábamos a Fernando, el anfitrión, entre los presentes, me alegré de haberme vestido con elegancia. «Somos los músicos», explicábamos a nuestro paso, y todo el mundo sonreía y se presentaba. La prima de Cáceres y su marido, la hermana pequeña y su cuñado, un amigo de toda la vida con su consorte, otro primo de Madrid sin pareja a la vista, su señora esposa con las niñas... Pronto me perdí entre los nombres y parentescos, y seguimos buscando en el interior. Atravesando un portón en forma de arco de medio punto presidido por el bajorrelieve de un escudo de armas conseguimos dar con Fernando en un amplio salón decorado con trofeos de caza mayor y enormes retratos al óleo de antepasados de tan ilustre y antigua familia. Diría que se alegró sinceramente de ver a C. y de conocerme. Cuando le expresé mi admiración por la casa y el jardín me explicó, como quitándole importancia, que sus antepasados pudieron construir el palacio allí porque ayudaron en la edificación de la muralla. Al parecer, nuestro anfitrión desciende de un linaje de militares cuyos orígenes se remontan al siglo XII. Casi nada. A la vista de mi fascinación, muy amablemente nos acompañó en una pequeña visita guiada por las zonas públicas del edificio mientras nos contaba los vericuetos de la historia familiar reciente. Atravesamos varios salones, amplias galerías decoradas con enormes tapices con escenas de caza y antiguas armaduras. Todo el mobiliario era igualmente antiguo y señorial, profuso en maderas nobles y porcelanas, con pesadas cortinas de terciopelo y brocado cubriendo los ventanales. Y, aún así, se respiraba cierto aire de decadencia en aquellas estancias esa tarde abarrotadas de gente, voces y risas, pero tras lo cual podía percibirse el leve tufillo del polvo y las tapicerías apolilladas. Bajamos entonces por una amplia escalinata señorial con una balaustrada de piedra tallada que desembocaba en un pequeño patio porticado desde cuyo centro reinaba otro enorme verraco de piedra. Para terminar la visita, atravesamos el patio y entramos en una amplia estancia amueblada con todo tipo de mesas y sillas. La llamaban la «cocinona» y ahí era donde tendría lugar el concierto. Lo más llamativo de esa enorme habitación, que contaba los mismos metros cuadrados que un piso estándar de dos habitaciones en el centro de cualquier capital de provincia andaluza, era una inmensa chimenea que abarcaba casi toda la pared izquierda y se adentraba un par de metros hacia el centro de la estancia. No tenía flancos ni estaba delimitada por escalones ni bordillos. Una persona de estatura normal a alta podía estar perfectamente cómoda de pie dentro de ella y, viéndola llena de sillas y gente sentada, de ser medianamente despistada, ni llegar a darse cuenta del uso que otrora se diera a esa estructura. Me contaron que en la Edad Media se usaba para asar ciervos y jabalíes enteros.
Cuando C. y yo nos despedimos de Fernando para empezar a montar nuestro tinglado musical, en la cocinona solo había un par de niños y niñas jugando entre las mesas. Mientras hacíamos la prueba de sonido, algunas caras curiosas se asomaban por la puerta, para volver a marcharse casi en el acto, como si hubiesen visto algo que no debían. Un rato después, la sala fue llenándose poco a poco de gente y empezó el concierto. Como de costumbre, C. no llevaba repertorio preparado, más allá de algunas peticiones que le había hecho Fernando y que debían sonar sí o sí. Diecinueve días y quinientas noches, de Sabina, Perfect, de Ed Sheeran, un par de temas de La Mandrágora y algún otro de Sinatra o Fangoria. Un típico variadito de reunión familiar. Yo me senté a un lado del improvisado escenario, situado entre una antigua mesa de matanza y un viejo banco de madera con almacenaje en el que una hilera de chiquillos se daban turno para sentarse. Muy pronto, el concierto se convirtió en un karaoke en directo y por el escenario empezaron a desfilar familiares e invitados, cantando canciones de ayer y hoy que C. tocaba para ellos con su guitarra y mejoraba con sus coros. Estaba siendo divertido, la gente se lo estaba pasando en grande y al término del primer pase, el salón se llenó aún más de niños si cabe. La lluvia había arreciado, obligándoles a abandonar su castillo hinchable y a unirse a la fiesta de los mayores. Empezó el segundo pase y los invitados siguieron acaparando el escenario. Yo empecé a echar de menos la voz melodiosa y afinada de C. y a mirar la hora de reojo. Y es que C. tiene otra cosa muy buena, sobre todo si eres su cliente y le contratas para tocar en tu evento: si le haces mucho caso y le aplaudes, no tiene hartura. ¿Que le contratas por dos horas? Pues te regala otras dos más. Esto no es algo quizá tan bueno para mí, que veía las manillas del reloj dar vueltas y vueltas en la esfera sin que mi queridísimo tuviese la más mínima intención de desenchufar la guitarra. Hacía rato que habían empezado a cantar también los niños y la cuarta vez que escuché entonar «Eran uno, dos y tres, los valientes Mosqueperros» decidí salir de allí y despejarme un poco.
Fuera ya era noche cerrada, pero había parado de llover. Las nubes se habían dispersado un poco, dejando ver algunas estrellas, y el frío se me colaba por las costuras del abrigo. Me acerqué a la furgoneta para sacar a los perros, que llevaban todo el día allí encerrados. Tendrían que hacer pis en el césped centenario. Mientras paseábamos entre los enormes abetos, se nos acercaron unos chiquillos. Eran dos niñas y un niño. Él rubísimo, de ojos azules. Ellas, una morena y otra rubia ceniza, ambas de ojos oscuros. Me preguntaron si podían tocar a los perros y empezaron a contarme cosas sobre los suyos propios. Yo estaba cansada, pero asentía y respondía a sus preguntas. No me sonaba haberlos visto antes. Iban vestidos a juego con abrigos de paño con cuellos bordados, por lo que les pregunté si eran hermanos, pero lo negaron tajantemente. La niña morena empezó a explicar con todo lujo de detalles los intríngulis de parentesco que hacían posible que fuese a la vez tía y prima de la rubia. Me llamó la atención su rostro, pálido y redondo, con el pelo tan negro recogido en una cola de caballo atada con un lazo de terciopelo azul. «Esta niña tiene cara de antigua», pensé mientras la imaginaba con un vestido de menina. Entonces les pregunté por qué no estaban en el concierto y me miraron con extrañeza. «¿Es que no os gusta cantar?» Los rubios negaron con la cabeza con vehemencia. La morena afirmó que ellos solo escuchaban música clásica. Muy bien, señorita intelectual, supongo que no te pierdes nada con los Mosqueperros. Me despedí de ellos y les dije que tenía que ir al baño, pero la morena me preguntó que dónde era el concierto. Le respondí que en la cocinona, ¿cómo no se habían enterado? Estaba toda su familia allí. Los tres niños se miraron entre sí; parecían asustados. «¡Venga, venid conmigo!», les animé, «Lo estamos pasando muy bien». Pero ellos negaron de nuevo y se perdieron corriendo en la oscuridad.
Después de dejar a los perros en la furgoneta, volví al edificio para buscar el baño. No recordaba bien dónde estaba y no me apetecía volver a la cocinona para preguntar. Di con la escalinata de piedra y llegué a la primera planta. La iluminación era tenue y me llegaba un agradable olor a cera que me recordaba a las Semanas Santas de mi infancia. Las cuencas vacías de las armaduras parecían no quitarme ojo mientras deshacía mis pasos en busca del aseo. Caminé por pasillos y atravesé estancias que antes no había visto y los nervios de estar donde no debía hacían que las ganas de orinar fuesen cada vez más insoportables. ¿Cómo podía haberme perdido de esa manera? La casa no me había parecido tan grande unas horas atrás. Al final, al borde de la desesperación, abrí una puerta al azar y me encontré en una habitación privada. Una enorme cama con dosel dominaba el espacio y tras ella vislumbré una puerta entreabierta. Me lancé corriendo hacia ella para comprobar, aliviada, que era un cuarto de baño. Tras vaciar mi vejiga todo lo aprisa que pude, salí de allí con sigilo. Al pasar junto a la cama, la imagen tras las cortinas de tul de un bulto bajo las sábanas me disparó el corazón. Una vez en el pasillo, eché a correr y sin saber muy bien cómo, de pronto me encontré bajando de nuevo la escalinata de piedra. Al llegar al patio, un intenso olor a quemado me hizo toser, ¿de dónde venía? Lo atravesé impaciente y observé extrañada que la puerta de la cocinona estaba cerrada. Bajo ella salía un espeso humo negro que ya se acumulaba en la galería. Hasta entonces no había oído los gritos que procedían del interior, ni los golpes que alguien daba en la madera de la puerta, pero ahora atronaban en mis oídos. En cambio, no se oía ni rastro de la música. De inmediato, busqué el picaporte de la puerta, tratando de abrirla, pero no pude, pues en ese momento alguien me agarró desde detrás. Notaba perfectamente su mano cubriendo mi boca, su brazo bloqueando mi pecho, impidiéndome avanzar, inmovilizando mis brazos. Intenté gritar, zafarme de ese abrazo, pero no podía. Estaba congelada, mi cuerpo no obedecía a mi mente y la puerta empezaba a tornar rojiza. El humo era cada vez más denso. El miedo, aterrador. Hasta que conseguí gritar. Por fin, pude. Grité con todas mis fuerzas hasta que la mano despareció. Y la puerta en llamas, y el humo. Y ante mis ojos apareció C. abrazándome en la cama de una polvorienta habitación de servicio, en un rincón escondido del palacete.
Qué maravilla! Me he quedado atrapada en ese ambiente tan bien descrito. Me ha parecido fascinante la forma en que lo cuentas.
¿Ensoñación o pesadilla?