Yo era la que hoy iba a tener un día tranquilo. Ja. En este momento pasan las dos de la madrugada y recién me acabo de sentar a escribir. Esta mañana, cuando creía que sería un sábado normal, le dije a C. que no lo acompañaría en sus conciertos y me hice un planning completo del día: hacer el cambio de ropa de verano, sacar el taladro, darles un repaso a las plantas y tachar por fin algunos de los “to do” que voy arrastrando de semana en semana en una lista cada vez más larga. Por supuesto, también había pensado en un tema bonico para mi carta y le había adjudicado sus horas correspondientes. Pero eso fue antes de que sonara el teléfono a las siete de la tarde y un matrimonio bastante alterado me insultara y amenazara con denunciarme, obligándome a montarme en el coche a toda prisa. Y hasta ahora. Sin embargo, para contar bien esta historia, tenemos que remontarnos al pasado veinte de abril.
Nos acordamos, ¿verdad? Del aniversario. Eso. Bueno, pues resulta que ese domingo me volví a enamorar. La noche de antes, C. y yo habíamos dormido en la furgo después de tocar en una boda en Purullena, en unas casas cueva para una gente majísima que vive en Francia. Así que la mitad de los invitados eran francófonos y la otra mitad, modernos. Como resultado, la play list fue bastante poco convencional, para lo que suelen pedirle a C., que se marcó un “Smack my bitch up” con un nuevo pedal que convierte su guitarra española en eléctrica y que puso a dar saltos y a hacer pogos a toda la boda. Un juguetito que le está dando muchas satisfacciones y que esa noche pudo explotar a sus anchas, a la vista de un público que supo apreciar como pocos el repertorio de rock en inglés de mi nene. Tenemos C. garantizado para otros treinta años más.
Por la mañana nos levantamos sin prisa y fuimos al balneario de Cortes y Graena a darnos un pequeño homenaje. Y después de nuestro circuito de hora y media en unas instalaciones recién sacadas de los años setenta, buscamos un sitio para comer que nos recomendó una de las empleadas. No se equivocó, comimos de lujo. Y luego yo quise volver a casa por el camino largo, el de la carretera de montaña que baja por La Peza y pasa junto al pantano de Quéntar, para desembocar a un par de kilómetros de nuestro pueblo. Es una maravilla, a ratos pareciera que estás en medio de la Sierra de Segura. La cosa es que precisamente a la altura de La Peza, cuando ya estábamos por salir del pueblo, se nos atravesó una perra en medio de la carretera. Frené a cierta distancia, pues no se movía, y C. se bajó a ver. Había unos vecinos en una cochera un poco más allá y yo supuse que sería de ellos. Pero nada de eso: la perra estaba abandonada, o perdida. A saber. Parece ser que apareció hacía un par de meses por allí y que solía acercarse a pedirles comida. Se trataba de una perrita de tamaño de pequeño a mediano, con el manto blanco con manchas marrones y negras y la carita oscura, del color de los pastores alemanes. Una mil leches muy sucia y delgada, sin collar ni identificación alguna. Con unos ojos a los que les faltaba hablar. Y de la que me enamoré sin remedio. Para entonces, yo también me había bajado de la furgoneta y comentaba la situación con los vecinos. Roque y Lupín la olisquearon y entre todos pensamos y decidimos que lo mejor era que nos la llevásemos con nosotros. Una vez en casa, comprobamos que no tenía chip y la lavamos a fondo. Todo bien, hasta que la llevamos al veterinario para desparasitarla y hacerle un primer chequeo: sus mamas estaban hinchadas y producían leche. ¡Había cachorros! Ergo había que volver. Así que, tres días después de encontrarla, C. volvió con ella a La Peza con la esperanza de que lo llevase hasta su cachorro. Y pese a mis dudas, así fue. Tenía un único bebé en un cobertizo, en un cortijo cercano a donde la encontramos. Pero C. no se quedó contento con eso: localizó al dueño de la finca, fue a su casa y habló con él. Le contó la historia y le pidió permiso para llevárnoslos a los dos. Don A., muy amablemente lo escuchó y le dijo que no tenía ningún inconveniente en que nos llevásemos a la perra, a la que habíamos llamado Graena, pero que el cachorro sí lo quería para criarlo como perro pastor y que cuidase de sus ovejas. El trato al que llegamos fue que Graena se quedaría con él hasta el destete y entonces iríamos a buscarla. Mientras tanto, para nuestra tranquilidad, le pusimos un collar con GPS y una chapita con nuestros nombres y teléfonos. Y aquí es donde volvemos a la llamada de marras.
Una de un móvil desconocido, que no acostumbro a responder, y mucho menos en fin de semana, en la que un hombre y una mujer me preguntan por una perrita que acaban de encontrar en la carretera. Con mucha calma, les explico que la perra vive ahí, en una finca, y que a veces se escapa, pero que no se preocupen que volverá y ya está. Para mi sorpresa, no se quedan contentos y el tono de sus voces se vuelve agresivo. Entonces les explico bien la situación, les digo que tiene un bebé, que la encontramos hace un par de semanas, etcétera, etcétera, pero ellos han decidido no escuchar y sentencian mi discurso con un “Aquí lo que pasa es que no la queréis, ni vosotros, ni el dueño de la finca, ¿entonces para qué la traéis al mundo?” Sigue una retahíla sobre los derechos de la perra y lo mucho que les preocupa que sufra, que pase hambre y sed, que somos unos sinvergüenzas. “¡Vosotros no sois animalistas, sois anti-animalistas!” Pierdo la cuenta de las veces que me dice eso. Que la tenemos abandonada, que la ley la ampara. A esas alturas yo ya estoy bastante nerviosa, pues por mucho que trato de explicarles lo que pasa, ellos parecen no querer entender. Por fin, zanjo y les digo que no tengo por qué darles explicaciones, a lo cual me responde él (es él el que se muestra violento y me insulta), que las explicaciones se las voy a dar al Seprona, porque va a tardar dos segundos en colgarme y llamarlos para denunciarme. La conversación, por llamarla de alguna manera, se va segregando hasta que se convierte en dos monólogos. En un momento dado, decido que no quiero seguir escuchando más y les digo que voy para allá a recogerla. Responden que me esperan allí. Genial.
Cincuenta minutos de coche más tarde, llego a La Peza y llamo a la mujer, que me responde que están persiguiendo a la perra porque se ha colado detrás de una valla. “Claro”, les respondo, “está en su casa”, pero ella sigue a lo suyo. Al bajarme del coche, veo a Graena venir corriendo hacia mí por el terraplén de su cortijo y cruzar la carretera como una exhalación para meterse entre mis piernas. Se mea un par de veces del susto. El hombre y la mujer que me habían llamado pasan entonces a mi lado en un todoterreno. A él lo oigo maldecir a través de la ventanilla abierta y ella se baja para darme un beso y un abrazo, pedirme que quiera mucho a la perrita y que la cuide, y que no dude en llamarla si necesito ayuda para pagarle el pienso. Yo sigo sin dar crédito, pero por fin se marchan. Y ni siquiera he tenido que hablar con el impresentable del hombre. Lo demás es accesorio, otros cincuenta minutos de vuelta a casa y todo el ritual de baño, limpieza y lavadoras que impone la situación. El dueño de la finca está informado y volveremos cada pocos días para que pueda seguir viendo a su cachorro y destetarlo de forma gradual. Pero Graena ya duerme en casa, limpia y a salvo de la carretera. Y de los animalistas.
Qué gente más desconfiada, no te dieron ni una pizca de credulidad. Un poquito más de confianza en las personas es lo que nos hace falta a todos. Siento mucho el mal rato que pasaste pero me alegro de que la familia crezca. Un relato que deja pensando.....
Me quedo muerta con la historia. No sé qué pensar de estos humanos, están muy nerviosos
Cuidado con los Veinte de abril que vienen cargados de sorpresas, algunas no muy buenas
Comparto el relato para los animalistas desanimados😃