—Mira, ya está aquí el viejo de la gorra.
—No lo llames así. Muestra respeto y llévale la carta.
—¿Para qué? Si siempre pide lo mismo.
—¡Chs! Respeto. ¡Ve ya!
Resoplando, Kumiko agarra la primera carta de la pila que reposa en el extremo de la barra. Son las ocho de la tarde y el viejo que acaba de ocupar la mesa para cuatro situada junto a la ventana es el primer comensal del turno de cenas. Cada viernes a esa misma hora cruza el umbral acristalado del restaurante y se sienta de espaldas a la puerta, de frente a la pared decorada con ramas artificiales de cerezo en flor. A pesar del plástico, son bonitas. Puede que sea por las lucecillas led de color blanco cálido que alumbran el falso árbol, dotándolo de un halo de encanto. Kumiko deja la carta sobre la mesa y espera un momento de pie, a su lado.
—Gracias, chiquilla.
El viejo es bastante más alto que ella y muy delgado. Viste unos sencillos vaqueros anchos y un jersey de cuello vuelto de color beige. En lugar de su habitual chaqueta acolchada azul marino, esa noche se abriga con una americana de tweed de color verde botella. Cubre su cráneo pelado con una gorra campera de fina pana marrón que le da un aspecto juvenil. La barba blanca ilumina sus ojillos verdes, que repasan la carta a toda velocidad hasta llegar a la sexta página. En ella señala con un índice tembloroso el variado de niguiris número cuatro, el que no tiene aguacate, que no le sienta bien. Entonces, retrocede hasta la segunda página y volviendo la vista a la joven pide también el ramen de ternera picante. Y una Coca-Cola normal con un solo hielo y una rodajita de limón. Kumiko asiente, recoge la carta y va hasta la cocina, donde la cocinera Li pregunta "¿Lo de siempre?" y tras el gesto afirmativo de ella, se pone a trajinar.
Sentada en un taburete junto a la barra, Kumiko observa al viejo con curiosidad. Esa tarde llueve a mares y no se esperan muchos clientes en el restaurante. ¿Por qué pide la carta si acaba cenando invariablemente lo mismo? No lo entiende. Ahora le llevará la comida y el viejo despachará despacio la mitad de cada plato, siempre con la vista fija en las flores de cerezo. Terminará el refresco y pedirá que le pongan las sobras en un tupper. Pagará con tarjeta en la barra y dará las gracias por la rapidez. Asegurará que es su restaurante favorito y se marchará sin prisa hasta el viernes siguiente.
—Oye, Mei, ¿tú sabes por qué viene siempre el viejo? —pregunta Kumiko mientras prepara la Coca-Cola.
—¡Chs! Ya te he dicho que no lo llames así. Se llama Eduardo. Viene desde hace muchos años.
Kumiko lleva el refresco al viejo y al regresar, vuelve a preguntar:
—¿Desde hace cuántos?
—¿Cómo dices?
—Que desde hace cuántos años viene —explica, señalando con la cabeza en dirección a la única mesa ocupada del local.
—No lo recuerdo.
—¿Y por qué viene?
—¿Que por qué viene? Pues será porque le gusta la comida, ¿por qué va a ser? Es un buen cliente: viene siempre, come y paga. Y es amable. No necesito saber más.
La gerente desaparece en la oficina y deja a Kumiko sentada en el taburete, royéndose las uñas. Tiene prohibido usar el móvil y le cuesta controlar los bostezos que le provoca el hilo musical de flauta tibetana. Al cabo de unos minutos, Li la llama para que lleve la ración de niguiris a la mesa dos y ella salta del taburete, contenta de poder hacer algo. Al dejar el plato sobre la mesa, el viejo le da las gracias sin mirarla y coge unos palillos, dispuesto a probar el primer bocado. Ella se fija en que no los agarra bien y se ofrece a ayudarle.
—No te preocupes, ella me ayudará. En cuanto vuelva del baño me recordará cómo cogerlos.
Kumiko mira hacia el baño con los ojos muy abiertos; juraría que no ha visto a nadie entrar. Regresa despacio hasta su taburete sin apartar la vista de las cortinas de percas japonesas que flanquean el acceso a los aseos, pero estas permanecen inmóviles. Un grito procedente de la cocina la saca de su ensimismamiento con un repullo; el ramen del viejo chocho está listo. Mascullando entre dientes lleva el plato a la mesa dos y observa con sorpresa que se ha terminado el primero.
—Veo que al final se ha apañado con los palillos, ¿eh?
—Claro, ya te dije que es muy habilidosa.
El viejo ríe bajito y guiña un ojo con picardía al espacio vacío que ocupa la silla de su izquierda. Kumiko arruga la nariz y frunce el ceño. Sí, claro, lo que tú digas.
De vuelta en su taburete, la joven trata de entretenerse rellenando servilleteros. A lo lejos ve al viejo tomándose la sopa a sorbitos. Se ha quitado la chaqueta y habla solo, mirando todo el rato hacia su izquierda. Kumiko piensa en las horas que le quedan por delante hasta el cierre. Ojalá no entre nadie más y Mei decida cerrar antes, aunque con lo agarrada que es, seguro que le hace esperar hasta el final. El paquete de servilletas se termina y se pone de pie para ir a buscar uno nuevo al almacén. Oye al viejo canturrear a su espalda, ¿qué le pasará esa noche? Meneando la cabeza de lado a lado, Kumiko aparta las cortinas de percas para entrar al almacén situado junto al baño, cuando escucha una risotada de mujer al fondo del local. Un escalofrío le recorre la espalda y rápidamente gira la cabeza: el viejo ríe a carcajadas con la boca muy abierta, echando la cabeza hacia atrás. Entonces, se lleva el dedo índice a la boca y le chista la silla vacía. Hasta se le ha caído la gorra de la emoción. De mal humor, la joven se acerca a él y la recoge del suelo.
—Tenga, se le ha caído.
—Ay, muchas gracias, hija.
En ese momento, Kumiko se da cuenta de que también se ha ventilado el plato entero de ramen.
—Vaya, esta noche sí que tenemos hambre.
—Sí, sí. Estaba buenísimo, hacía mucho que no lo probaba.
—Me alegro —¿Una semana es mucho?—. ¿Le traigo algo más?
—Pues sí, hoy tomaremos unos mochis, que estamos de celebración.
Kumiko duda si preguntar qué narices es lo que está celebrando, pero se muerde el labio inferior y traslada la comanda a Li, que se sorprende tanto o más que ella. Los mochis no tardan en estar listos y lleva rápidamente el postre al viejo. A ver si termina de una vez y se larga de allí con su ridícula gorra y su olor a colonia infantil de marca blanca. El viejo recibe el plato con muchos elogios y aspavientos.
—¡Qué buena pinta!
Kumiko se queda parada a su lado. Duda sobre si marcharse, parece que quiera preguntarle algo. El viejo lo nota y se anticipa:
—¿Nos traerías un chupito de sake?
—Eh, sí, claro. Uno, ¿no?
—Si, sí —el viejo ríe entre dientes— Ya sabes que yo no bebo alcohol.
Contrariada, Kumiko se dirige a la barra y mientras busca la botella de sake, la música cambia de pronto y por los altavoces se oye "Corazón de poeta". La chica no entiende nada, ni siquiera conoce la vieja canción que suena a un volumen atronador entre las paredes del local casi vacío. Observa que el viejo se echa a llorar y busca un pañuelo de papel en los bolsillos. Antes de que pueda darle tiempo a reaccionar, Mei sale de su despacho, reprendiéndole.
—¿Por qué cambias la música?¡Aquí tenemos unas normas! ¡Nada de música occidental! Corre, vuelve a cambiarla.
Kumiko asiente y masculla una torpe disculpa mientras trata de volver a poner el disco de música zen con manos temblorosas, pero no hay manera. La pantalla del ordenador se ha congelado y no consigue quitar la canción de Jeanette, que sigue sonando a toda voz. Enfadada, Mei aparta a Kumiko del ordenador de un empujón para ponerse ella delante, pero tampoco tiene éxito. Al fondo del local, el viejo sigue llorando con las manos cruzadas frente a la cara.
Frustrada, Mei ordena a la joven que le lleve el chupito al viejo. A Kumiko no le apetece nada acercarse a él, de modo que trata de alargar el momento. Actuando con movimientos lentos y una enorme desgana, va colocando distintos objetos sobre la bandeja metálica que ha dejado sobre la barra: un vaso de chupito congelado, la botella de sake, una pequeña servilleta cuadrada de color rojo y como colofón, una galletita de la fortuna. A su espalda, Mei sigue peleándose con el ordenador, maldiciendo en silencio. Por fin, Kumiko se queda sin excusas y no le queda más remedio que acercarse a la mesa. Al menos, la gerente acaba de conseguir que vuelva a sonar la música de flauta relajante. Al ver llegar a la joven, el viejo se levanta y le da un abrazo, emocionado. Kumiko, que se ha quedado completamente rígida, se lo quita de encima, ¡que le va a tirar la bandeja! El hombre se disculpa amablemente y vuelve a sentarse.
—Ha sido muy bonito.
—¿El qué?
—Que pongáis nuestra canción.
—¿Ah, sí? Perdone, pero es que yo no...
—¡Oh! ¡No me digas que ha sido cosa de ella! —vuelve a mirar al vacío— Feliz aniversario, amor mío.
Kumiko no lo soporta más, deja el chupito y la botella y se larga. Le tiembla el labio inferior. De vuelta en su taburete, se frota las manos, que se le han quedado heladas, mientras trata de calmarse sin saber muy bien de qué. Le pedirá a Mei que no vuelva a dejar entrar al viejo; ese hombre ha perdido la cabeza. Un nuevo sobresalto la saca de sus pensamientos: un leve golpecito en el hombro; el viejo quiere pagar. Le cuesta mirarle a la cara, pero puede ver que está contento y emocionado. Tiene el filo del párpado inferior sonrosado y el cristalino humedecido. Sin decir una sola palabra, Kumiko se levanta para buscar el datáfono. Después de pagar, el viejo le da las gracias.
—Muchas gracias por todo, niña. Siempre será nuestro restaurante favorito.
Con gran alivio, Kumiko ve al viejo dar media vuelta y marcharse con paso lento del restaurante. Se ha puesto la gorra y la chaqueta, y le parece que camina más erguido que cuando llegó. Afuera sigue lloviendo a mares y no hay ni un alma por la calle. Justo antes de abandonar el local, en la puerta acristalada Kumiko ve el reflejo de una mujer de pelo corto agarrada del brazo del viejo. Fue el último viernes que Eduardo cenó en su restaurante.
María me ha emocionado!
Eduardo sí conoció eso que llaman amor para vivir!! Afortunado!
Espero tu siguiente relato para disfrutarlo. Gracias❤️
Qué tierna historia y qué bien contada!