Cuando empecé a ver esta serie hace unos meses, mi amigo P. me confesó que me envidiaba. Ojalá él pudiera volver a verla por primera vez. Ahora que estoy cerca de terminar la última temporada, entiendo perfectamente lo que quería decir. Voy a echar de menos a esa familia cuando se acabe. Los personajes están tan bien construidos, son tan complejos y redondos que se sienten como amigos cercanos. Cuánta llorera, cuántas risas, qué vidas tan completas, cuántas experiencias, qué de emociones. Dan ganas de ser una Pearson. Esta semana lo he estado pensando y he llegado a la conclusión de que en realidad no tengo tanto que envidiarles. Al menos, mi vida daría seguro para unos pocos capítulos. ¿Una temporada, quizá? Tengo episodios indudablemente melodramáticos. Otros más cómicos o surrealistas. Y, oh afortunada de mí, tampoco faltan los románticos.
Dentro de siete días hará trescientos sesenta y cinco de mi primera cita con C. El veinte de abril, una fecha marcada en mi calendario y en el de los Celtas Cortos. Visto ahora, parece evidente que ese día iban a pasar cosas. Hace justo un año, mi amiga M. estaba embarazadísima de su segundo retoño, mi amiga C. había organizado un evento por todo lo alto para festejar su cuadragésimo cumpleaños y yo llevaba cosa de mes y medio chateando con un músico que me atraía, pero con el que la cosa no terminaba de fluir. Estaba deseando asistir a la celebración de C. en Madrid el sábado veinte de abril, ella hasta me había arreglado una especie de cita a ciegas con un amigo suyo, pero al final decidí que lo más sensato sería quedarme en Granada, porque si M. se ponía de parto yo tendría que quedarme con E., su primogénito de dos años y medio, mientras ellos estaban en el hospital. Ahora que lo pienso, para estar de guardia de parturienta iba yo muy relajada por la vida. Tanto, que como me había quedado sin plan quedé con C., el músico atractivo con el que la cosa no terminaba de cuajar. Por fin, después de varias idas y venidas, habíamos conseguido acordar una cita ese mismo sábado de marras, aprovechando que él terminaba su único concierto a las ocho de la tarde, algo poco habitual en su agenda de trabajo. De lo cual, doy fe. Pero ese día tuvimos suerte y quedamos en mi casa para cenar y cantar juntos, charlar un poco y conocernos en persona. Él vendría con algo de picoteo, su guitarra y su perrito Lupín entre las nueve y media y las diez. Yo había preparado una quiche de espinacas y beicon que nunca falla y había ensayado la canción «Asilo», de Jorge Drexler, que quería que cantásemos juntos.
La tarde empezó movidita. Tenía una familia de franceses alojada en el apartamento que he montado en la planta baja de mi casa y me despertaron de la siesta para avisarme de que estaban sin luz. OMG. De los nervios, bajé corriendo a ver, «je suis désolée», subí y bajé fusibles. Nada. Y hasta ahí mis conocimientos de electricidad. Tocaba recurrir a un profesional, pero era sábado por la tarde. Con ningún optimismo y mi mejor vocecilla de damisela en apuros, llamé a mi electricista de cabecera, que para mi sorpresa me confirmó que vendría enseguida. Y así fue, en menos de una hora allí que se plantó con su señora y una caja de herramientas de las mil maravillas. Mientras yo supervisaba el trabajo y les aseguraba a los franceses que lo íbamos a arreglar todo en un pispás, vi cómo el reloj marcaba las ocho. C. estaría terminando su bolo y yo con esos pelos. Procurando disimular mi nerviosismo, lo llamé por primera vez para explicarle la situación y decirle que igual me retrasaba un poco. Me respondió muy tranquilo y me dijo que no me preocupase por nada. Me transmitió confianza y su voz me gustó aún más que en los mensajes de audio. Terminé de recuperar el optimismo cuando A. acabó de faenar en el cuadro de luces y todo volvió a funcionar con normalidad. Nos fuimos todos del apartamento echando leches, «merci de votre patiente», les regalé una botella de vino a los franceses y me subí a casa. Eran las ocho y media de la tarde y sin saber cómo, aún tenía el tiempo justo para ducharme y prepararme antes de mi cita.
Pasadas las nueve y media de la noche parecía que todo estaba bajo control, así que cuando C. me avisó, salí presta con Roque a buscarlo a la plaza. Apenas había caminado cincuenta metros, sonó mi teléfono. M. se había puesto de parto y tenía que ir corriendo a su casa para hacerme cargo de su hijo mayor. Mientras veía a C. aproximarse con su guitarra, una gorra de pana marrón y su podenco, M. me iba dando instrucciones en el oído. Tenía que darme prisa, las contracciones iban muy rápido. Eran las diez menos diez. Sin dar crédito, vi a C. saludarme con una sonrisa encantadora y a Roque darle besos en el hocico a Lupín. Yo seguía con el teléfono pegado a la oreja y no sabía dónde meterme. Entonces, colgué y todo se aceleró. Cuando llegamos a casa, C. ya estaba al tanto de todo. Yo corría como pollo sin cabeza por el salón, tratando de pensar qué llevarme para echar un par de noches fuera de casa y C. me decía que quería acompañarme. Pero ¿cómo iba yo a llevarme a mi cita a cuidar del bebé, como si fuera una baby sitter de una serie americana de tres al cuarto? Al borde de un ataque de nervios, C. me pidió que parase un momento y me dio un abrazo. No debía preocuparme por él. Llevaba un vaquero ancho y un jersey de cuello vuelto negro muy suave. Olía a colonia fresca y tenía la mirada dulce. Como si intuyese algo, M. volvió a llamar y me preguntó si habíamos cenado. A mi negativa respondió que lo cogiésemos todo y terminásemos allí, de modo que para allá que nos fuimos los dos con los dos perros, la guitarra, mi maleta, la cena y el portátil. Eran las once menos diez cuando llegamos a casa de M. y sobre las once y media nació la criatura, aunque eso nosotros lo supimos más tarde, pues E. se despertó poco después de marcharse su padre y hasta las dos de la madrugada, nuestra cita consistió en leer cuentos y tratar de dormir al pequeño, que no podía entender que mamá y papá se hubiesen marchado y en su lugar estuviese la tita con un señor con una guitarra y dos perritos. La noche se pasó mientras yo leía y releía cuentos con E. en mi regazo, C. les ponía música con la guitarra y Roque y Lupín dormían en sendos rincones del salón. Al final, el sueño de mi niño fue más grande que su desconcierto y cuando pude dejarlo profundamente dormido en su cuarto, C. y una cena intacta seguían esperándome en el salón, donde por fin pudimos tener nuestro ratito de charla y la cita novelesca que siempre me he merecido.
Así que ya lo veis, el día veinte de abril de dos mil veinticuatro, un electricista y su mujer se dieron un homenaje con el dinero ganado por una urgencia de fin de semana, una pareja de franceses brindó en un pequeño pueblo granadino con una botella de vino obsequiada por la molestias de una avería eléctrica, mi amiga C. celebró su cuadragésimo cumpleaños por todo lo alto en unos salones de bodas en Madrid, mi amiga M. dio a luz a su segundo vástago en un tiempo de parto récord y C. y yo tuvimos nuestra primera cita mientras cuidábamos de su bebé de dos años y medio. Y aunque fue sin duda accidentada, yo creo que fue también bastante perfecta. Al menos lo suficiente como para escribir un capítulo de This is us.
Así es la vida: una de sal y dos de pimienta. Hay que ser conscientes de unos momento y otros. Afrontarlos con fortaleza o saborearlos con ilusión. Lo bueno es que, afortunadamente, la mayoría de las veces nacen bebés y nacen amores... Me sigue encantando leerte❤️
La vida es una sucesión de emociones, alegrías, decepciones y tristezas. Todas esas "sonrisas y lágrimas" tan cercanas a la realidad son las que me engancharon a mí también a la serie. Tu episodio es precioso y lo describes más bonito aún. ¡¡ A por más capítulos !!